domingo, 7 de abril de 2013

APOLOGÍA DE LA DISCUSIÓN

Permanecer igual  no exige esfuerzo. Lo diferente, nos hace crecer.


Las discusiones en la pareja son un clásico que está bastante mal calificado y visto.
Nos hemos educado con el doble discurso que predica desde lo teórico, que "está mal discutir"; mientras que en la práctica, -y puertas adentro-, se nos hacen visibles muchas guerras de dos, de 3, o de muchos más participantes, en las que uno espeta al otro en tono elevado, medio o bajo; el desacuerdo, e incluso muchas veces, el agravio; pretendiendo que el interlocutor permanezca inmutable, aún cuando le proferimos algo que lo hiere, o que incluso sin nuestra más mínima intención,  interpreta subjetivamente como descalificación.

Como dijo Freud, cuando dos personas piensan igual, es porque una de las dos piensa por ambas;  y es que es totalmente irracional esperar que aún teniendo cerebros morfológicamente diferentes, se  nos den igual los procesos mentales!. Si bien Freud no dijo lo que dijo aludiendo a la morfología del cerebro humano, se me ocurrió esta metáfora para comparar el hecho de la "identidad" de la forma, con a las diferencias absolutas entre los seres humanos. Un aparato de televisor, -que incluso puede ser diferente en lo estético según el modelo-,  tiene las mismas conexiones de cables en cualquier modelo que se fabrique; y por lo tanto, posee un "circuito" establecido, por donde pasará la energía y la información. Sin embargo, las personas, no hacemos sinapsis con las mismas cosas, y nuestro "trayecto" o circuito informativo, se construye a través de la asociación de determinada experiencia, con un quántum de afecto; pudiendo generar vivencias diametralmente opuestas, incluso entre hermanos/gemelos/mellizos, o personas supuestamente "iguales". Si bien esto último se ha constituído en mito, las vivencias que cada uno va recogiendo en su camino, son únicas desde el momento en que cada uno las "lee" o interpreta, según el prisma de su propia interioridad. Dos padres pueden  ir a un aeropuerto a despedir a su hijo; y mientras uno llora por el alejamiento del mismo, el otro se alegra  por ver en el hecho, no un distanciamiento, sino una promesa que contiene un futuro brillante para él.
Les guste o no a los más esquemáticos, lo que hace la distinción entre personas, son las asociaciones entre experiencias, sentimientos, pensamientos y aspiraciones que se acomodan en diferentes dosis para construir nuestro "circuito mental". De este modo, la mente, la emoción, la experiencia y los ideales; forman en cada uno de nosotros, un modelo único e irrepetible que nos diferencia de cualquier otro ser en el mundo. Nuestras huellas dactilares, nuestro ADN, y una cantidad de características más que se traslucen en lo físico, son el testigo indiscutible de que miren por donde nos miren, no hay dos seres si quiera similares en el mundo.
El cuento de hadas de un hogar tipo familia Ingalls, está simplemente para traumar por ej., las cabezas de los que inocentemente se internan en una relación, y van en búsqueda de la media naranja con vistas a solucionar la soledad, la desesperación, la sensación de fracaso, de futilidad o de abandono.
El hecho de convivir, -y comencé hablando de pareja aunque esto se hace extensivo a la familia-, debería resaltar justamente la comprensión que no somos iguales; y sin embargo, al descubrir tales diferencias, solemos poner el grito en el cielo, exigiendo que el otro conecte los mismos cables que conectamos nosotros al tener una conversación, o al hablar y opinar sobre un tema/persona/situación.
No podemos aceptar, -gracias a lo aprendido desde la más tierna infancia, que el parecido no es jamás copia; y a pesar de que nuestra mayor tranquilidad descansa en  el acuerdo que por la fuerza aprendimos a tener con papá y mamá, las cosas funcionan mejor cuando no estamos tan de acuerdo. Ello es señal de problemas afectivos en algunos casos, mientras que en otros, señala que nos estamos convirtiendo en individuos. El diagnóstico depende de cuan bien nos sintamos al presentarse la discrepancia.
Todos podemos observar dos cosas:
1- Cuando algo nos molesta mucho, es porque ha tocado un punto significativo de nuestra vida anímica, provocando una identificación con algún punto del tema en cuestión. Generalmente, si alguien nos dice algo que repercute en nuestro imaginario psíquico, solemos reaccionar desfavorablemente ya sea explotando o implotando.
y
2- Lo que no nos llega a molestar,  simplemente pasa de largo por no causar  dicha identificación; o por no revestir importancia alguna  la persona con la cual se ha generado el desacuerdo.

Como se puede ver, todo depende de que se toque un punto sensible, o un punto neutro dentro de nuestra alma.
Cabe aclarar, que para hacer que algo sea sostenible en una relación de dos o más, no podemos estar en las antípodas de nuestros interlocutores válidos, y sobre todo, no podemos convivir con alguien que no sólo opine diferente, sino que nos obligue a una completa transformación. Cuando algo así sucede, no puede franquearse con nada ni por nada en el mundo, salvo a través del amor, que muchos confunden con sumisión, e incluso obediencia. Quizá sea eso lo que suceda en la mayor parte de las disputas; y estemos pidiéndole al otro que nos demuestre su afecto, tal como lo hemos demostrado a nuestros padres: cediendo a nuestro deseo con tal de ser aceptados.
El mayor potencial de convivir con alguien muy diferente, es el de un gran crecimiento interno si se aceptan las diferencias como parte de nuestra humanidad. El peor efecto que podría tener, es el de marcar caminos separados, sin poder encontrar más que la mutua intransigencia, y el afán de transformar al otro en un espejo que nos devuelva la bella imagen que tenemos de nosotros.
Ese punto en donde no hay retorno, suele ser el que indica que no podemos cambiar en nombre de nada, ni por nadie; sino que podemos hacerlo sólo por nosotros mismos, a nuestro ritmo, y en la dirección que elijamos no desde la necesidad, sino del deseo de ser quienes somos en realidad.
Por: Gabriela Borraccetti



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